El error de la papolatría

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Dada la situación actual de la Iglesia, la continua ruptura con la tradición por parte de tantos pastores, obispos, cardenales…no podemos dejar de considerar las posible causas.
Una de ellas podría ser esa falsa caridad hacia el Papa, por parte de tantos sacerdotes y laicos, que prefieren que la Iglesia permanezca sumida en la oscuridad, antes que corregir y alertar de los errores que amenazan nuestra fe. Prefieren que las almas confundidas sigan en la oscuridad antes que alertar de los peligros.
Muchas veces hemos dicho en este portal, que para que la luz brille a veces es necesario denunciar los errores, pero esto exige un espíritu martirial, que muy pocos sacerdotes y laicos están dispuestos.
El error de la papolatría
La Iglesia, como sociedad visible, tiene necesidad de una jerarquía visible, de un Vicario de Cristo que la gobierne visiblemente. La visibilidad es, ante todo, la de la Cátedra de San Pedro, sobre la que se han sentado hasta hoy 266 pontífices.
El Papa es una persona que ocupa una cátedra. No es la cátedra en persona, pero existe el peligro de que la persona haga olvidar la existencia de la cátedra, es decir, la institución jurídica que antecede a la persona.
La papolatría es la falsa devoción de quien no ve en el papa reinante a uno de los sucesores de San Pedro, sino que lo considera un nuevo Cristo en la Tierra, personalizando, reinterpretando, reinventado, imponiendo el Magisterio de sus predecesores, acrecentando, mejorando y perfeccionando la doctrina de Cristo.
Antes que un error teológico, la papolatría es una actitud psicológica y moral deformada. Los papólatras suelen ser conservadores o moderados que se engañan creyendo que pueden lograr buenos resultados en la vida sin lucha y sin esfuerzo. El secreto de su vida está en adaptarse continuamente a fin de sacar el mejor partido a toda situación. Su lema es que no pasa nada y no hay motivo de preocupación. Para ellos, la realidad no es jamás un drama. Los moderados no quieren que la vida sea un drama, porque los obligaría a asumir responsabilidades de las que no quieren hacerse cargo. Pero como la vida es con frecuencia dramática, su sentido de la realidad está trastornado y caen en un irrealismo total. Ante la crisis actual de la Iglesia, el moderado reacciona negándola instintivamente. Y la manera más eficaz de tranquilizar la propia conciencia es afirmar que el Papa nunca se equivoca, aun cuando se contradiga a sí mismo o contradiga a sus predecesores. A estas alturas, el error pasa inevitablemente del plano psicológico al doctrinal y se transforma en papolatría, o sea, en la mentalidad de que siempre hay que obedecer al Papa independientemente de lo que haga o diga, porque el Santo Padre es la regla única y siempre infalible de la fe católica.
En el plano doctrinal, la papolatría hunde sus raíces en el voluntarismo de Guillermo de Occam (1285-1347), que, paradójicamente, fue un rabioso adversario del Papado. Mientras Santo Tomás de Aquino afirma que Dios, Verdad absoluta y Sumo Bien, no puede querer ni hacer nada contradictorio, Occam sostiene que Dios puede querer y hacer cualquier cosa, incluso –qué paradoja– el mal, ya que el mal y el bien no existen en sí, sino que Dios hace que sean tales. Para Santo Tomás, una cosa se ordena o se prohíbe porque ontológicamente es buena o mala. Para los seguidores de Occam, es todo lo contrario: una cosa es buena o mala dependiendo de que Dios la haya mandado o prohibido. El adulterio, el asesinato o el robo son malos solamente porque Dios los ha prohibido. En cuanto se admite ese principio, no sólo la moral se vuelve relativa, sino que el representante de Dios en la Tierra, el Vicario de Cristo, podrá a su vez ejercer su autoridad suprema de modo absoluto y arbitrario, y los fieles no podrán hacer otra cosa que tributarle obediencia incondicional.
En realidad, la obediencia en la Iglesia supone para el súbdito el deber de cumplir, no sólo la voluntad del superior, sino únicamente la de Dios. Por esta razón, la obediencia no es nunca ciega ni incondicional. Tiene límites fijados por la ley natural y divina y por la Tradición de la Iglesia, de la cual el Pontífice es custodio y no creador.
Para el papólatra, el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra, que tiene el cometido de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus predecesores adaptándola con el paso de los tiempos. La doctrina del Evangelio está para él en perpetua evolución porque coincide con el Magisterio del pontífice en ese momento reinante. El Magisterio perenne es sustituido por un magisterio viviente expresado en una enseñanza temporal que cambia a diario y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en vez de en el objeto de la verdad transmitida.
Una consecuencia de la papolatría es la pretensión de canonizar a todos y cada uno de los papas para que toda palabra y todo acto de gobierno de ellos adquiera retroactivamente carácter infalible. Eso sí, esto sólo se hace con los pontífices posteriores al Concilio Vaticano II, no con los que precedieron tal concilio.
Llegados a este punto deberíamos plantearnos lo siguiente: la época dorada de la Iglesia fue la Edad Media. Y sin embargo, los únicos papas medievales canonizados por la Iglesia son Gregorio VII y Celestino V. En los siglos XII y XIII vivieron grandes pontífices, y ninguno de ellos ha sido canonizado. Durante siete siglos, entre el XIV y el XX, sólo se canonizó a Pío V y a Pío X. ¿Es que los otros fueron papas indignos y pecadores? Desde luego que no. Pero la virtud heroica en el gobierno de la Iglesia es la excepción, no la regla, y si todos los papas son santos, ninguno lo es. La santidad lo es cuando es excepcional, pero pierde sentido cuando se convierte en la regla. Hay quien sospecha que actualmente se quiere canonizar a todos los pontífices precisamente porque ya no se cree en la santidad de ninguno. Quien quiera ahondar en este problema encontrará provechosa la lectura del artículo que dedicó Christopher Ferrara en The Remnant a The canonisations crisis (9).
artículo original de Roberto De Mattei